La alimentación humana y las complejas redes que se articulan para la fluidez del proceso que parte de la agricultura y atraviesa el complejo entramado de la comercialización hasta llegar a la mesa del consumidor, han sido recurrentes desafíos alimentarios enfrentados por las sociedades contemporáneas. En la época actual y en los años más recientes, nuevos acontecimientos han agravado la situación, ya problemática, de la producción, la distribución y el consumo de los alimentos.
Entre ellos resalta, por su dramática naturaleza, la situación del hambre en el mundo. La misma no se debe a la insuficiente producción de alimentos, sino a la desigual distribución de los ingresos y a las injustas políticas sociales y ambientales aplicadas. Según datos de la FAO -Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura-, en el mundo existen alrededor de ochocientos millones de personas que sufren hambre. Esta cifra, de tanto decirse, parece insensibilizar a muchos círculos de poder sobre el hecho de que detrás de ella existen seres humanos reales sufriendo al ver sus vidas amenazadas por la carencia de alimentos. Cómo entender que mientras existen tantas personas viviendo con hambre o muriendo por ella, -según nos alerta la organización Slow Food International-, cada año se desecha un tercio de la comida destinada al consumo humano, es decir, mil trescientos millones de toneladas de alimentos aún comestibles se convierten en basura[1].
La crisis alimentaria que afecta al mundo está asociada a un grupo de factores concomitantes entre sí. Entre ellos sobresalen las características del actual sistema agroalimentario, los efectos del cambio climático, los problemas sociales derivados de las crisis migratorias, la desigual distribución de las riquezas, las posiciones asumidas por algunos organismos internacionales y grupos gubernamentales de los llamados países ricos. La acción conjunta de esta interrelación explica solo una parte del problema.
Los alimentos transgénicos, asociados en el mundo actual a la progresiva destrucción de la agricultura, la biodiversidad y de las comunidades campesinas, son también una amenaza a la estabilidad alimentaria mundial. Sus defensores sostienen que esta es la solución a los problemas actuales del hambre. Sin embargo, olvidan el marco contractual y el control transnacional de su movimiento dentro del orden económico internacional vigente.
Por otra parte, el uso indiscriminado de alimentos para la producción de combustibles disminuye la oferta mundial de granos y, por consiguiente, aumentan los precios de estos productos básicos con la consiguiente escasez global e incidencia sobre la hambruna. Pero no se trata solo de las afectaciones económicas, sino en especial del problema humano y ético que estas contradicciones generan.
Dichos problemas globales, se entrelazan a nivel de regiones y naciones con una dimensión importante e insoslayable: la cultura alimentaria. Esta, por sus nexos con la calidad de vida, deviene categoría compleja, llena de significados que trascienden lo puramente biológico, y se convierte en sí misma en un campo en pleno auge de intervención. Antropólogos, sociólogos, nutricionistas, pedagogos e investigadores intentan develar las características de este proceso y propiciar su transformación y mejoramiento. La cultura alimentaria representa también un conjunto de valores sintetizados en múltiples manifestaciones asociadas a los modos y estilos del comer, que constituyen reflejos del proceso histórico local y mundial en que se desarrollan. Presupone además una unidad entre lo biológico y lo socio-histórico-cultural, y contiene tras sí elementos afectivos.
La multiplicidad de factores que condicionan la cultura alimentaria contempla también elementos relacionados con la percepción de las ciencias de la nutrición. Los avances científicos llaman la atención sobre el aumento de las enfermedades crónico-degenerativas y su correspondencia con la salud. Alarmante es el insostenible modelo alimentario dominante a escala mundial con elecciones alimentarias inapropiadas para la salud y el empobrecimiento de los valores nutricionales de los alimentos debido a los procesos industriales -dígase alto consumo de sal, grasas, productos de origen animal y productos refinados-.
Son diversas las posiciones adoptadas por disímiles organizaciones, campañas, iniciativas y personalidades. Siempre encaminadas a proporcionar las claves para incidir, mediante cambios urgentes, en los temas relacionados con la agricultura, la alimentación, la nutrición y la gastronomía. Entre esa diversidad de propuestas y opciones presentes en el escenario global, resalta Slow Food International, una organización singular por sus características. Su trabajo sin ánimo de lucro está encaminado a que todos conozcan y aprecien el buen alimento: bueno tanto para quien se nutre de él, para quien lo cultive, así como para el medioambiente.
La misma fue fundada en 1989 con el fin de contrarrestar la difusión cultural del fast food y la desaparición de las tradiciones alimentarias locales. Esta organización considera que la comida de calidad es un derecho de todos; y consecuentemente, todos tenemos la responsabilidad de salvaguardar el patrimonio de la biodiversidad, cultura y saberes transmitidos, que hacen del acto de nutrirse, uno de los placeres fundamentales de la existencia humana.
Slow Food trabaja por la defensa de la biodiversidad y la promoción de un sistema de producción y consumo alimentario sostenible y eco-compatible. Persigue conectar a los productores de alimentos de calidad con los coproductores consumidores atentos, a través de eventos e iniciativas. Difunde la defensa de los métodos de cultivo y de producción amenazados en la actualidad por el predominio de los alimentos elaborados, por el negocio agrícola-industrial y las reglas del mercado global.
Se distingue además por agrupar a millones de personas entregadas y apasionadas por la comida buena, limpia y justa. Chefs, jóvenes, activistas, agricultores, pescadores, expertos y académicos de más de ciento sesenta países se encuentran entre sus miembros, que ya se cuentan alrededor de los cien mil. La red está articulada en mil quinientos grupos locales existentes en todo el mundo, conocidos como “Convivium”, que colaboran mediante su cuota de afiliación, así como a través de los eventos y campañas que organizan; y más de dos mil cuatrocientas comunidades del alimento de Terra Madre que practican una producción sostenible y de pequeña escala de alimentos de calidad.
La red de Terra Madre, que agrupa a las comunidades del alimento, fue fundada en 2004 con el fin de dar voz y presencia a pequeños agricultores, ganaderos, pescadores y artesanos. El acercamiento de estos a la producción alimentaria preserva siempre el ambiente y la sociabilidad de esas mismas comunidades. La red pone en contacto a universitarios, cocineros, consumidores y jóvenes con el objetivo de unir fuerzas y colaborar en la mejora del sistema alimentario. Terra Madre actúa en ciento sesenta países, agrupa a personas, asociaciones y a organizaciones no gubernamentales que, con formas operativas y perfiles diversos, están presentes con proyectos en un determinado territorio para transformar desde abajo nuestro sistema alimentario. La red se reúne cada dos años en la asamblea global de Turín; además, se organizan con regularidad reuniones nacionales y regionales en todo el mundo.
También a través de los proyectos el “Arca del Gusto” y de “Los Baluartes”, así como con la mencionada “Terra Madre”, Slow Food International se ha propuesto proteger nuestro precioso patrimonio alimentario.
[1] “Slow Food Youth Network se reúne para el primer World Disco Soup Day”, palabras de la convocatoria de abril 2017.
Graduada en el Instituto de Comercio Soviético de Donietsk, Ucrania, en la especialidad de Tecnología y Organización de la Alimentación. Actualmente trabaja en la Sociedad para la Promoción de las Fuentes Renovables de Energía y el Respeto Ambiental (Cubasolar). Se ha desempeñado como especialista principal de gastronomía en el Ministerio de Comercio Interior, directora del Proyecto del ecorestaurante El Bambú, del Jardín Botánico Nacional, primer restaurante ecológico en Cuba para la promoción de una cultura alimentaria sostenible. Fue conductora del programa televisivo Con Sabor de la televisión cubana. Es consejera internacional para el Caribe de Slow Food International. Tiene publicados los títulos: Cocina ecológica en Cuba, Educación alimentaria para la sostenibilidad, Comer en casa, Comer con Lezama, 50 recetas famosas de la cocina cubana, Beber en el trópico cubano y Comer contigo.