Poniendo a un lado cualquier otra eventual consideración, antes que todo, soy un camarero, esa es mi profesión y mi culto, un oficio de dignidad que requiere un tipo de ser humano con una particular característica: la devoción por el servicio. Soy un servidor de los hombres y guío la justa compensación a lo que de mí ha hecho la sociedad por un único principio que ha unido al gremio por más de doscientos cincuenta años, el mismo que invocó Monsieur Boulanger en el lejano 1765 cuando colocó un cartel que mostraba un apelo evangélico a la entrada de la bodega de su propiedad en la Rue Des Poulies de París: “Venite ad me omnes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos» (venid a mí, hombre de estómago cansado, y yo os restauraré” (Mateo 11, 28). “Yo os restauraré”, las palabras sagradas que significan el fin último de todo aquel que haya escogido la hostelería como un bienaventurado oficio, pero restaurar no solo significa calmar la sed y el hambre, significa restaurar las almas, los ánimos exacerbados, los pensamientos dolientes, las heridas del recuerdo, el consuelo de que una vida mejor es siempre posible. De íntima manera, el camarero es un misionero que con humildad pone su elaborada cultura al servicio del bienestar del prójimo.
Pintura: Abraham y los 3 ángeles, Chagal, 1966
Cuanto me llora el espíritu cuando vivo o veo, como incógnito espectador, que mis colegas de la hostelería han perdido el propio horizonte y se han refugiado en esta preciosa profesión sin poseer la más mínima idea de lo que significa la devoción por el servicio y el respeto absoluto por aquel que viene a nosotros con la mortal necesidad de restaurarse. En los últimos tiempos el deterioro ha encontrado campo fértil y, aún más peligroso, la hostelería cubana es la gran productora del silencio, nos hemos acostumbrado a no distinguir un buen o un mal servicio, o aún lográndolo hemos mal interpretado las enseñanzas de los tres monos y hemos decidido no ver, no hablar, no escuchar. Sin embargo, lo que causa todavía el mayor daño es el hecho de que, aún sabiendo que nos timan, que violan nuestros derechos como consumidores, que nos irrespetan con una caricatura de hospitalidad, continuamos mansamente a frecuentar los mismos locales que sitúan nuestra experiencia gastronómica en uno de los nueve círculos del infierno.
Mis consideraciones como camarero y consumidor sobre lo que debería ser un culto a la ética de la hospitalidad en cualquier local de la hostelería, sin ánimos de ser exhaustivo, pudieran resumirse como será descrito en las líneas que siguen:
La hospitalidad, esa inmensa palabra celebrada desde las antiguas civilizaciones que debe ser de nuevo pensada para reencontrar su verdadero significado y que guía como fiel maestro toda la experiencia gastronómica, debe ser siempre la gran premisa de la cual debemos iniciar. Sin embargo, ¿acaso conocemos a cabalidad su significado cuando se habla del servicio en la hostelería?. La hospitalidad comienza cuando el cliente llama al restaurante para reservar una mesa, ocasión deliciosa para mostrar la mejor cara de la propia profesionalidad. En tal caso, el camarero o la persona responsabilizada con la gestión de las reservaciones nos dirá si existen o no mesas disponibles, nos responderá sobre la posibilidad de escoger una mesa en particular y sobre su preparación, nos podrá preguntar sobre la existencia de barreras arquitectónicas para clientes con discapacidad, podrá ser curioso sobre la existencia de un menú vegano, si las mascotas son o no aceptadas o si el local posee tronas para bebé o si existe un área para fumadores, nos podrá pedir la colocación de candelabros o de flores informándonos sobre el acontecimiento que pretende celebrar, por ejemplo, un cumpleaños, una graduación, un aniversario de bodas o cualquier otro motivo de celebración. Un camarero educadamente nos confirmará mesa, horario y requerimientos extras. Pero en el caso de que el local no posea capacidad disponible, un buen servicio comporta un protocolo de posibles respuestas, un ejemplo pudiera ser: Lo sentimos mucho pero el restaurante ha reservado toda su capacidad. Esperamos, sin embargo, poder tener el privilegio de poder atenderle en una futura ocasión y le agradecemos el habernos escogido para su cena. Buenas noches, señor/ra. Puede estar seguro que esta persona volverá a llamar hasta conseguir cenar en un lugar en el que, aún sin conocerlo, lo han tratado con los dones de la educación y el reconocimiento.
Una correcta y coherente continuidad de la hospitalidad se manifiesta cuando entramos en un restaurante de acogedor ambiente y armónico con la categoría del local y el camarero o el maître viene a nuestro encuentro sonriente, nos saluda, confirma nuestra reservación, nos acompaña inmediatamente a la mesa escogida y preparada según nuestros requerimientos y luego nos entrega la carta o menú y nos pregunta si deseamos iniciar con un aperitivo antes de formular nuestra orden o, en caso de declinar su ofrecimiento, nos pregunta nuestra preferencia por el agua. Sin embargo, la realidad es distinta, entramos a los locales y nadie nos acoge, nos sentamos en la primera mesa que vemos disponible y solo entonces alguien se acerca para saludarnos y darnos la carta. Debemos comprender que un cliente que pone un pie en nuestro local es como un invitado que visita nuestra casa y un buen anfitrión es aquel que coloca devotamente todos sus recursos y encantos a disposición de los que de están bajo su techo y disfrutarán de las bondades de su mesa. Por tal motivo, un buen servicio es además garantizar que el cliente encuentre una mesa exquisita, con una mise en place apropiada para la oferta gastronómica y ello implica manteles, servilletas, cubiertos, vasos y/o copas limpias, sin manchas ni roturas. Lo que me recuerda una visita que realicé en una ocasión al restaurante del Zoológico de Santiago de Cuba y con tristeza comprobé que los manteles no eran sustituidos cuando los clientes se retiraban del local, a pesar de las evidentes manchas de un ensopado pero bien intencionado spaghetti con jugo de tomate, provocadas en parte, por la inexistencia de servilletas. Y lo mismo me ocurrió en otra visita realizada al restaurante del hotel Club Amigo Carisol Los Corales, cuando una vez acomodado pedí a la camarera servilletas para todos los invitados sentados a la mesa y me confesó con extraordinaria sinceridad que aquel era el tercer día sin servilletas en el hotel. Que un establecimiento de la hostelería pueda tener escasez de insumos es algo que puede ocurrir, sin embargo, algunos de ellos, por su naturaleza “no pueden faltar jamás”, la mantelería es uno de ellos. Un establecimiento de la hostelería, ya sea de privada o de gestión estatal, no debería abrir puertas al público sin garantizar los mínimos necesarios para la realización de un servicio digno en correspondencia con los derechos del cliente. En cualquier caso, la hospitalidad ordena que tal información sea ofrecida al consumidor antes de proceder al cobro del servicio en cuestión, concediéndole la oportunidad de decidir si disfrutar o no de aquel a pesar de los avisados inconvenientes.
Pero no nos detengamos aquí, pues la hospitalidad comporta además que el local posea una política de absoluto respeto por las costumbres, la religión, las tradiciones, la idiosincrasia, en fin, la cultura de los clientes que lo visitan, lo que me recuerda que, en varios hoteles del país pertenecientes a grupos hoteleros, por ejecución de políticas centralizadas, no se permite a los clientes entrar con sus pertenencias personales a los restaurantes. ¿Cómo le hacemos entender a un cliente extranjero que el hotel les ha vendido una experiencia de hospitalidad pero, al momento de entrar al restaurante, lo obligan a dejar sobre una mesa su bolso o cartera que contiene dinero, pasaporte, llaves, objetos de íntimo uso? Tal error es comparable con el descuido de ofrecer bebidas alcohólicas o carne de cerdo a un cliente musulmán. El relato pudiera parecer sub real, pero aún ocurre y no posee justificación comercial alguna. Ningún extranjero acepta pacíficamente alejarse de sus pertenencias porque el gestor de un restaurante lo obliga a hacerlo, culturalmente no es aceptable y para muchos resulta hasta ofensivo; desde el punto de vista legal, tal medida pudiera resultar cuestionable y riesgosa en el campo de la responsabilidad contractual y extracontractual. Esto, amigo lector, es la anti-hospitalidad en los servicios de hostelería.
Desde el punto puramente técnico, la hospitalidad implica no cometer errores en la toma de la comanda, saber responder con profesionalidad las preguntas que puedan efectuar los clientes sobre alimentos y bebidas, significa respetar los tiempos de entre las secuencias de platos, responder tempestivamente ante la ocurrencia de los accidentes a la mesa, anticiparse a la satisfacción de las posibles necesidades del cliente y respetar las reglas de precedencia impuestas por el protocolo pues hasta en los llamados restaurantes escuelas es posible observar desconocimiento sobre el circuito de precedencia y la protocolización de las mesas según la formalidad de la ocasión. Todo ello realizado con la mayor de las gentilezas y la actitud propia de un digno servidor.
En una experiencia más profana, una adecuada gestión de la hospitalidad significa que el camarero de la cafetería o del bar nos regala su mejor sonrisa y nos entrega su completa y limpia atención, como si en verdad, en ese preciso momento, fuésemos la persona más importante del mundo y no, como en muchas ocasiones, vivir la experiencia de encontrarlo leyendo el periódico, revisando el teléfono móvil, en animada conversación con colegas, rascando o hurgando las partes de su cuerpo, o sentado apacible detrás del mostrador. Significa que un cliente pueda tener el derecho a entrar al bar o cafetería para disfrutar de una cerveza, por ejemplo, sin que sea obligado a consumir alimentos “porque una no se vende sin el otro”; o que pueda ir al Coppelia a degustar de un helado, como es propio de las tradiciones cubanas, teniendo la certeza que una gestión profesional de la empresa no le obligará a pagar inescrupulosamente el precio íntegro del producto cuando su calidad es muy inferior al estándar promedio del mercado (derretido o con hielo), actividad empresarial que en los últimos tiempos se ha convertido en una triste práctica, como lo demuestran las reseñas de nuestros críticos gastronómicos más respetados. Considero que estas situaciones adquieren carácter más grave cuando nadie nos ofrece las debidas disculpas, por el contrario, encontramos un encogimiento de hombros y la expresión: “pues es lo que hay”. Esto, estimado lector, tampoco es hospitalidad.
Finalmente, la nostalgia por un servicio basado en la hospitalidad nos lleva a pensar que el local posee y aplica un protocolo para la solución de conflictos cuando un cliente reclama o se queja con justicia y se encuentra siempre una solución satisfactoria. O simplemente cuando se le ofrecen todas las facilidades de pago disponibles y el cliente puede honrar lo debido usando la carta de crédito, efectivo o que le sea presentada la correspondiente factura si su consumo viene asociado a una personalidad jurídica. Luego, como consumidor, deseo regresar a casa convencido de que he disfrutado de un adecuado servicio, cuando antes de retirarme del local el camarero, el maître, o el propietario se acercó a mi mesa y ha realizado la cordial despedida, el gesto último de hospitalidad que hemos perdido. Queda mucho por aprender y por rescatar, pues recuerdo que una vez la nuestra fue una isla famosa por la amabilidad, la gentileza, su formal educación, la entrega devota a la profesión de los servicios de sus gentes. El futuro no puede ser lejano de estos propósitos si deseamos insertar la industria de los servicios en un mercado internacional competitivo y mostrar al consumidor nacional, sin distinciones, la perseguida profesionalidad, cultura y vocación en la nueva hostelería del tercer milenio. Me despido con uno de mis mantras preferidos de la hospitalidad en las palabras de Cesar Ritz: “We are ladies and gentlemen, serving ladies and gentlemen”.