Mango, mango, mango, mango mangüé con Carlos Acosta

por | 16 junio, 2016

No voy a referirme a un nuevo ballet cubano y contemporáneo creado por el afamado bailarín Carlos Acosta y su compañía para deleitarnos con su exquisito arte. Su obra más cubana la conocen todos, se llama Tocororo y es un canto a la libertad y a las múltiples formas en que el cuerpo de un danzante puede deleitarnos a través del arte de los movimientos.

Sí deseo hablar acerca de Carlos Acosta y su cubanía, pero esta vez desde el comentario a las páginas de su autobiografía Sin mirar atrás publicada hace ya unos cuantos años en Estados Unidos e Inglaterra, una obra que, a pesar de constituir su opera prima como escritor, muestra suficiente garra, y la escritura y nivel de sinceridad que revela en ella pueden ser catalogados de notables.

Cubano más que las palmas, Carlos recrea de manera eficaz los modos de comer de un chico humilde que ha crecido en medio de la necesidad y de pronto se ve sentado en una mesa compartiendo con personalidades de la más rancia nobleza europea.

Basta citar la lograda descripción de ese momento en que la vida lo coloca ante una mesa bien surtida, alejada de los tradicionales alimentos cubanos. Acosta consigue reflejar con acierto y sentido del humor el asombro y la timidez que le embargaron en esos instantes, de una manera tan airosa como cuando ejecutaba las pirouettes sobre el tabloncillo.

Pero…, ¿y los mangos por qué? Por supuesto, no me refiero a los mangos, mangos mangüé de la conocida pieza musical, sino a los que él menciona más de una vez en la autobiografía, en la que además habla de congrí, arroz con frijoles y carne de puerco cocinada en la habitación de un lujoso hotel. También narra el incidente en que una excelente comida preparada por su madre resultó frustrada por la ira de su padre, quien apenas le permitió llevarse a la boca una cucharada. La reiteración de anécdotas relacionadas con la comida es bien significativa en la trama, con lo cual da carta de afirmación a los versos del poeta chileno Pablo de Rocka que expresan: “La comida es la fiesta del pobre”.

Pero la mayor fiesta es la sensación que nos deja la lectura del final del libro, en el cual Carlos Acosta rememora el momento en que encontrándose su familia entre los espectadores, en la oscura sala de un teatro londinense, sale a bailar y de repente siente que “como por arte de magia, al levantarse el telón, el teatro se inundó de un olor a mangos”. Yo no estaba ahí, pero en la soledad de mi rincón de lectura también le aplaudí.