Recuerdo que mi abuelita insistía mucho en la uniformidad de nuestra vajilla cuando toda la familia había de reunirse una vez por semana. Seis platos iguales, las servilletas de hilo y los mejores vasos de la casa. Su cubertería de plata heredada a su vez de su tía solterona, se encuentra aún intacta en la alacena de mi madre, mientras los sobrios platos ingleses aparecen a veces solitarios aún con su apariencia prístina mezclados en franca camaradería con los made in China de más reciente adquisición. Ya no es costumbre reunirse cada domingo en casa, pero de hacerlo, mi abuela se pondría roja de la indignación al ver cómo nuestra vajilla no es ya nada uniforme, y cómo a su vez cuenta la historia familiar de otra manera: a partir de las sucesivas compras de porcelana barata, de las pérdidas, roturas de esta o aquella taza, sopera, azucarera…
En los restaurantes visitados apenas si prestamos atención a la cubertería fuera de la rutinaria comprobación del servicio correcto: tenedor a la derecha, cuchillo a la izquierda… Paladeamos a veces el alimento sin percatarnos de algún sobrio detalle del recipiente, del grosor de los platos, de su peso. La vajilla y cubertería, cuando son uniformes –entiéndase perfectas en su conjunto– tienen la cualidad de “desaparecer”, y esto, marca justamente su exquisitez. Cuando nos percatamos de algún detalle que atenta contra esta uniformidad casi siempre se trata de una debilidad que se anota el servicio.
A veces, sin embargo, nos encontramos vajillas o utensilios perfectos que no “desaparecen”; todo lo contrario, su diseño único los convierte en estrellas absolutas de cualquier experiencia. Pienso en los tazones cuadrados para crema de La Foresta o el cartucho de panes recién horneados ofrecido en Café Ajiaco sobre una cesta de metal, ambos ejemplos resultan una creación única a tono con la identidad del lugar: glamour tropical en el primero y comida tradicional en el segundo.
Sin embargo, si hubiera de escoger un lugar que se distinga por saber atrapar la belleza del desequilibrio, de lo no uniforme, sería precisamente Atelier. Como parte de su concepto vintage, que seduce al cliente desde la sala de espera con su tocadiscos casi centenario, sus diferentes salones con viejas máquinas contadoras o de escribir, con tantos objetos antiguos que se descubren como secretos ante los comensales, este restaurante suma a sus tesoros toda la vajilla y cubertería utilizada para dar servicio. Podemos encontrar –y utilizar– allí cubiertos de plata que conviven con otros de níquel; sobrios tenedores haciendo pareja con cuchillos barrocos, cucharas soperas de plata… Los platos cuentan también su historia, los diferentes diseños y logos encontrados hablan de la multiplicidad de procedencias y de épocas. Tal parece que toda la alacena de nuestras abuelitas ha sido puesta nuevamente a funcionar, sumando a su valor museable y de tesoro familiar, el primitivo que tuvo como objeto diseñado para ser útil y brindar servicio.
Licenciada por el Instituto Superior de Arte, Indira es editora del suplemento de crítica teatral de la Revista Tablas, así como colaboradora de la propia revista y de otros medios culturales. Ha obtenido varios premios de crítica literaria, así como de investigación y de narrativa. Sus hobbies son las manualidades en papel y la cocina: espacio que considera de libertad suprema. Disfruta aventurarse hacia nuevas experiencias culinarias; es una apasionada de la comida oriental. Encuentra especialmente seductora la sutileza que ofrece la cocina asiática, la cual conoce tras su viaje a Japón y sus varias visitas a la comunidad india de Dallas. En Estados Unidos trabajó en restaurantes de especialidad Tex-Mex y de comida tradicional mexicana. Colecciona recetas de cocina tradicional cubana en peligro de desaparición. Ejerce la crítica culinaria de manera empírica desde hace años, pasión que alterna con su afición por el teatro y el idioma japonés.